Yo nací en Siglo XX el 7 de mayo de 1937. A los tres
años, más o menos, llegué a Pulacayo y allá viví hasta
los veinte. Por eso no me parece justo hablar de mi
historia personal sin referirme a ese pueblo, al cual
debo mucho. Lo considero parte de mi vida. Tanto
Pulacayo como Siglo XX ocupan el primer sitio en mi
corazón. Pulacayo, porque me cobijó desde la pequeñez;
allí viví los años más felices. Porque en la niñez,
cuando uno tiene un pedazo de pan con que llenar la
barriga y un pedazo de trapo con que abrigarse del frío,
se siente feliz. Muy poco se da cuenta de la realidad en
que vive.
Pulacayo se encuentra en
el departamento de Potosí, en la provincia de Quijarro,
a unos 4300 metros de altura. Se trata de un distrito
minero bastante combativo y aguerrido. Tuvo
participación activa en la revolución del 9 de abril del
52, desarmando al regimiento LOA de Uyuni. Esa
efervescencia revolucionaria que tenía la clase
trabajadora fue el motivo fundamental para que cerraran
la mina. Sin embargo, por la voluntad de sus hijos, no
ha muerto aquel pueblo. Lo han convertido en un pueblo
industrial. Allí están las fábricas de lana, de clavos,
de pernos y la fundición, que es muy importante, a pesar
de que actualmente tiene sólo unos cuatrocientos
trabajadores; antes tenía dos mil.
Mi madre era una mujer de
la ciudad de Oruro. Mi papá es indígena. No sé si
quechua o aymará, porque habla muy bien los dos idiomas,
correctamente. Pero sí, sé que ha nacido en el campo, en
Toledo.
Se quisieron mucho mis
papás. Pero mi padre andaba metido en política, además
era dirigente sindical y por esta causa sufrió mucho y
nosotros con él.
Desde soltero mi padre
trabajó en política. Ya antes de casarse había sido
apresado. Su formación la tuvo primero en el campo y
después en la mina. Y en la guerra también aprendió
mucho. En la guerra del Chaco. (1932-1935 entre Bolivia
y Paraguay. La ausencia de demarcación territorial
definida dio pie a una disputa por las reservas
petrolíferas de la región entre los dos países, detrás
de los cuales se encontraban los intereses petroleros
norteamericanos de Standard Oil Co. e
ingleses-holandeses de Royal Dutch Co.) En esa guerra
él luchó y se dio cuenta de que era necesario tener en
Bolivia un partido de izquierda. Y cuando surgió el MNR
(Movimiento Nacionalista Revolucionario), él depositó en
ese partido su confianza y luchó bastante en él.
Por ser político y
dirigente sindical, primeramente lo deportaron a mi
padre a la isla de Coati, que está en el lago Titicaca.
Después a Curahuara de Carangas. Posteriormente regresó
a Siglo XX y nuevamente lo apresaron. Lo botaron del
trabajo y lo deportaron a Pulacayo. "Que se muera de
frío", dijeron. Porque Pulacayo es un lugar bastante
frígido.
Llegando en ahí, mi padre
no podía conseguir trabajo con nadie, ni en la mina ni
en ningún lado, porque su nombre estaba en la "lista
negra". Eso fue en el año 40. Y así vivíamos mi papá, mi
mamá, yo, que tenía dos años, y mi hermanita recién
nacida.
Felizmente mi padre tenía
el oficio de sastre y comenzó a trabajar; pero tenía muy
pocos ingresos y por eso le faltaba material para
implantar una buena sastrería. Una vez fue a arreglar en
su casa la ropa de un militar y ese señor lo hizo
ingresar a la policía minera. Le dieron uniforme, pasaba
lista, pero lo ocupaban sobre todo como sastre. Y a
veces le daban un traje que tenía que entregar en tres
días, y entonces mi papá tenía que trabajar día y noche
para conseguir terminarlo en ese tiempo; pero por ello
no le daban ninguna recompensa, solamente su sueldito de
policía, que era muy poco. Y así pasábamos necesidades.
Y entonces mi madre también le ayudaba a mi papá y hacía
algunos trajecitos, bordaba algunas cositas y siempre le
estaba colaborando. Me recuerdo cómo nos queríamos mucho
e yo vivía feliz.
Pero no sé si mi papi
seguía metiéndose en política después que estábamos en
Pulacayo, el problema es que cuando nació una de mis
hermanitas, él desapareció. Esto fue en el 46, cuando
mataron al presidente Villarroel. Lo supimos un día
domingo, yo siempre me acuerdo. Mi madre estaba todavía
en cama porque había dado a luz. Y entraron los del
ejército de noche a mi casa y revisaron todo. E incluso,
a mi madre la hicieron salir de la cama. Y todo lo que
teníamos, un poquito de arroz, de fideos, todo lo
mezclaron y echaron al suelo. Y a mí me ofrecían darme
golosinas, chocolates, para que yo les indicara si había
visto armamento por la casa, ¿no?
Yo tenía entonces cerca de
diez años, y todavía no había ingresado a la escuela
porque no teníamos dinero suficiente. Mi papi se quedó
perdido por mucho tiempo y mi mamá lo andaba buscando
por todas partes. Hasta que, después de varios meses,
regresó mi papá. Parece que lo habían sacado a otro
lugar unos compañeros.
Entonces todo se
normalizó, mi papá volvió a trabajar y recién pude yo
ingresar a la escuela. Pero tuvimos tan mala suerte que
mi madre se enfermó a causa de todas esas cosas que nos
ocurrían. Y al mismo tiempo estaba dando a luz a otra
chiquita. Y mi madre se murió dejando a cinco
huerfanitas, siendo yo la primera.
Entonces yo tuve que
hacerme cargo de mis hermanitas. Tuve que ausentarme de
la escuela y mi vida se volvió bastante difícil.
Primero, porque por la muerte de mi mamá, mi papi se
dedicó mucho a tomar. Él sabía tocar piano, tocar
guitarra y entonces la gente lo invitaba a cualquier
fiesta para tocar. De esa manera comenzó a beber mucho.
Y cuando venía mareado, nos pegaba bastante.
Vivíamos solitas, casi sin
nada. No teníamos amigos, no teníamos juguetes. Una vez,
en el basurero, encontré a un osito sin patitas, bien
sucio, bien viejo. Lo llevé a la casa, lo lavé, lo
arreglé. Ése fue el único juguete que tuvimos nosotras.
Todas lo manejábamos, me acuerdo muy bien. Era un
juguete horrible, pero era toda nuestra ilusión, todo
nuestro juego.
Los días de Navidad
dejábamos nuestros zapatos en la ventana, esperando
algún regalito. Pero nunca, nada. Entonces salíamos a la
calle y veíamos que todas las niñas estaban manejando
muñecas bonitas. Queríamos por lo menos tocarlas, pero
las chicas decían: "No hay que jugar con esa imilla"
(palabra quechua = niña o adolescente indígena; término
frecuentemente utilizado en sentido despectivo). Y se
alejaban de nosotras. ¿Sería por nuestra forma de ser?
¿O porque no teníamos a nuestra madre? Yo misma no me
explico, pero sí, había ese resentimiento por parte de
los otros niños. De allí que vivíamos en un mundo
aparte. Nosotras y nadie más, en la cocina jugábamos,
nos contábamos cuentos, nos poníamos a cantar.
Además, la noche en que se
estaba muriendo, mi mamá le hizo llamar a mi papi y le
hizo prometer que no se metería más en política, porque
ella se iba a morir y mi papá tendría que ocuparse de
nosotras. "Tenemos hijas, puras mujeres" – le dijo – "Y
si me pasa algo a mí, ¿quién va a cuidar de ellas? Ya no
te metas en nada. Tanto hemos sufrido ya". Y le hizo
jurar a mi padre que no se iba a meter más en nada.
Desde entonces, mi papá
dejó de meterse como antes. Pero sí, sentía nostalgia de
todo aquello. Por ejemplo, cuando triunfó la revolución
del 52, él se sentía feliz. Y tenía mucho sentimiento de
no estar con los que fueron a entrevistarse con el
presidente Paz Estenssoro. Yo me he dado cuenta de que
nosotras éramos un estorbo para él en su actividad.
Claro, el no dejaba de participar, de seguir orientando
a la gente. Reunía grupos en la casa, tenía células,
militaba efectivamente, pero ya no tan arrojado como
acostumbraba serlo antes...
...Bueno, en el 54 me fue difícil regresar a la escuela
después de las vacaciones, porque nosotros teníamos una
vivienda que consistía en una pieza pequeñita donde no
teníamos ni patio y no teníamos dónde ni con quiénes
dejar a las wawas. Entonces consultamos al director de
la escuela y él dio permiso para llevar a mis hermanitas
conmigo. El estudio se hacía por las tardes y por las
mañanas. Yo tenía que combinar todo: casa y escuela.
Entonces yo llevaba a la más chiquita cargada y a la
otra agarrada de la mano y Marina llevaba las mamaderas
y las mantillas y mi hermana la otrita llevaba los
cuadernos. Y así todas nos íbamos a la escuela. En un
rincón teníamos un cajoncito donde dejábamos a la más
chiquita mientras seguíamos estudiando. Cuando lloraba,
le dábamos su mamadera. Y mis otras hermanitas allí
andaban de banco en banco. Salía de la escuela, tenía
que cargarme la niñita, nos íbamos a la casa y tenía yo
que cocinar, lavar, planchar, atender a las wawas. Me
parecía muy difícil todo eso. ¡Yo deseaba tanto jugar! Y
tantas otras cosas deseaba, como cualquier niña.
Dos años después, ya la
profesora no me dejó llevar a mis hermanitas porque ya
metían bulla. Mi padre no podía pagar a una sirvienta,
pues no le alcanzaba su sueldo ni para la comida y la
ropa de nosotros. En la casa, por ejemplo, yo andaba
siempre descalza; usaba los zapatos solamente para ir a
la escuela. Y eran tantas cosas que tenía que hacer y
era tanto el frío que hacía en Pulacayo que se me
reventaban las manos y me salía mucha sangre de las
manos y de los pies. La boca, igual se me rajaban los
labios. De la cara también salía sangre. Es que no
teníamos suficientes prendas de abrigo.
Bueno, como la profesora
me había dado aquella orden, entonces yo empecé a irme
sola a la escuela. Echaba llave a la casa y tenían que
quedarse las wawas en la calle, porque la vivienda era
oscura, no tenía ventana y les daba mucho terror cuando
se la cerraba. Era como una cárcel, solamente con una
puerta. Y no había dónde dejar a las chicas, porque en
ese entonces vivíamos en un barrio de solteros, donde no
había familias, puros hombres vivían en ahí.
Entonces mi padre me dijo
que dejara la escuela, porque ya sabía leer y leyendo
podía aprender otras cosas. Pero yo no acepté y me puse
fuerte y seguí yendo a clases.
Y resulta que un día la
chiquita comió ceniza de carburo que había en el
basurero, ese carburo que sirve para encender las
lámparas. Sobre esa ceniza habían echado comida y mi
hermanita, de hambre, creo yo, se fue a comer de allí.
Le dio una terrible infección intestinal y luego se
murió. Tenía tres años.
Yo me sentí culpable de la
muerte de mi hermanita y andaba muy, muy deprimida. Y mi
padre mismo me decía que esto había ocurrido porque yo
no había querido quedarme en casa con las wawas. Como yo
había criado a esta mi hermanita desde que nació, eso me
causó un sufrimiento muy grande.
Y desde entonces comencé a
preocuparme mucho más por mis hermanitas. Mucho más.
Cuando hacía mucho frío, y no teníamos con qué
abrigarnos, yo agarraba los trapos viejos de mi padre y
con eso las abrigaba, les envolvía sus pies, su barriga.
Las cargaba, trataba de distraerlas. Me dediqué
completamente a las niñas.
Mi padre gestionó en la
empresa minera de Pulacayo para que le dieran una
vivienda con patiecito, porque era muy difícil vivir
donde estábamos. Y el gerente, a quien mi papá le
arreglaba sus trajes, ordenó que le dieran una vivienda
más grande con un cuarto, una cocina y un corredorcito
donde se podía dejar a las chicas. Y fuimos a vivir en
un barrio que era campamento, donde la mayoría de las
familias eran de obreros de las minas.
Sufríamos hambre a veces y
no nos satisfacían los alimentos porque era poco lo que
podía comprar mi papá. Ha sido duro vivir con
privaciones y toda clase de problemas cuando pequeñas.
Pero eso desarrolló algo en nosotras: una gran
sensibilidad, un gran deseo de ayudar a toda la gente.
Nuestros juegos de niños siempre tenían algo relacionado
con lo que vivíamos y con lo que deseábamos vivir.
Además, en el trascurso de nuestra infancia habíamos
visto eso: mi madre y mi padre, a pesar de que teníamos
tan poco, siempre estaban ayudando a algunas familias de
Pulacayo. Entonces, cuando veíamos pobres por la calle
mendigando, yo y mis hermanas nos poníamos a soñar. Y
soñábamos que un día íbamos a ser grandes, que íbamos a
tener tierras, que íbamos a sembrar y que a aquellos
pobres les íbamos a dar de comer. Y si alguna vez nos
sobraba un poco de azúcar o de café o de alguna otra
cosa y oíamos un ruido, decíamos: "De repente aquí está
pasando un pobre. Mira, aquí hay un poquito de arroz, un
poquito de azúcar". Y lo amarrábamos a un trapo y...
"¡pá!..." lo echábamos a la calle para que algún pobre
lo recoja. Una vez ocurrió que le tiramos a mi papá su
café cuando volvía del trabajo. Y cuando entró a la casa
nos regañó mucho y nos dijo: "¿Cómo pueden ustedes estar
desechando lo poco que tenemos? ¿Cómo van a despreciar
lo que tanto me cuesta ganar para ustedes?" Y bien nos
pegó. Pero eran cosas que se nos ocurrían, pensábamos
que así podríamos ayudar a alguien, ¿no?
Y bueno, así era nuestra
vida. Yo tenía entonces 13 años. Mi padre siempre
insistía en que no debía seguir en la escuela. Pero yo
le iba rogando, rogando, y seguía yendo. Claro, siempre
me faltaba material escolar. Entonces, algunos maestros
me comprendían, otros no. Y por eso me pegaban,
terriblemente me pegaban porque yo no era buena alumna.
El problema es que
habíamos hecho un trato mi papá y yo. Él me había
explicado que no tenía dinero, que no me podía comprar
material, que no me podía dar nada para la escuela. Y yo
le prometí entonces que no le iba a pedir nada para la
escuela. Y de ahí que me arreglaba como podía. Y por eso
tenía yo problemas.
En el sexto curso tuve
como profesor a un gran maestro que me supo comprender.
Era un profesor bastante estricto, y los primeros días
que yo no llevé el material completo, me castigó bien
severamente. Un día me jaló de los cabellos, me dio
palmadas y, al final, me botó de la escuela. Tuve que
irme a la casa, llorando. Pero al día siguiente, volví.
Y de la ventana miraba lo que estaban haciendo los
chicos.
En uno de esos momentos,
el profesor me llamó: "Seguramente no ha traído su
material" me dijo. Yo no podía contestar y me puse a
llorar.
"Entre. Ya pase, tome su
asiento. Y a la salida se ha de quedar usted".
Para ese momento, una de
las chicas ya le había avisado que yo no tenía mamá, que
yo cocinaba para mis hermanitas y todo eso.
A la salida me quedé y
entonces él me dijo:
"Mira, yo quiero ser tu
amigo, pero necesito que me digas qué pasa con vos. ¿Es
cierto que no tienes tu mamá?"
"Sí, profesor."
"¿Cuándo se murió?"
"Cuando estaba todavía en
el primer curso."
"Y tu padre, ¿dónde
trabaja?"
"En la policía minera, es
sastre."
"Bueno, ¿qué es lo que
pasa? Mira, yo quiero ayudarte, pero tienes que ser
sincera. ¿Qué es lo que pasa?"
Yo no quería hablar,
porque pensé que iba a llamar a mi padre como algunos
profesores lo hacían cuando estaban enojados. Y yo no
quería que lo llamara, porque así había sido mi trato
con él: de no molestarlo y no pedirle nada. Pero el
profesor me hizo otras preguntas y entonces le conté
todo. También le dije que podía hacer mis tareas, pero
que no tenía mis cuadernos, porque éramos bien pobres y
mi papá no podía comprar y que, años atrás, ya mi papá
me había querido sacar de la escuela porque no podía
hacer ese gasto más. Y que con mucho sacrificio y
esfuerzo había yo podido llegar hasta el sexto curso.
Pero no era que mi papá no quisiera, sino porque no
podía. Porque, incluso, a pesar de toda la creencia que
había en Pulacayo de que a la mujer no se debía enseñar
a leer, mi papá siempre quiso que supiéramos por lo
menos eso.
Sí, mi papá siempre se
preocupó por nuestra formación. Cuando murió mi mamá, la
gente nos miraba y decía: “Ay, pobrecitas, cinco
mujeres, ningún varón... ¿para qué sirven?... Mejor si
se mueren.” Pero mi papá muy orgulloso decía: “No,
déjenme a mis hijas, ellas van a vivir.” Y cuando la
gente trataba de acomplejarnos porque éramos mujeres y
no servíamos para gran cosa, él nos decía que todas las
mujeres tienen los mismos derechos que los hombres. Y
decía que nosotras podíamos hacer las hazañas que hacen
los hombres. Nos crió siempre con esas ideas. Sí, fue
una disciplina muy especial. Y todo eso fue muy positivo
para nuestro futuro. Y de ahí que nunca nos consideramos
mujeres inútiles.
El profesor comprendía
todo esto, porque yo le contaba. E hicimos un trato de
que yo le iba a pedir todo el material de que
necesitaba. Y desde ese día nos llevábamos a las mil
maravillas. Y el profesor nos daba todo el material que
necesitábamos yo y mis hermanitas más. Y así pude
terminar mi último año escolar... |