CAPÍTULO DE TUPIZA A UYUNI - El Chorolque trágico PÁGINA


 

LOS HIJOS DE LAS MINAS

→Mapa Centro Minero Chorolque


Hay un pueblo que se llama Chorolque. Allí, en esa tierra alta y helada, los mineros se hunden en el vientre de la tierra para buscar plata y estaño. Acostumbrados a la muerte, llevan los pulmones sucios de polvo y saben que la supervivencia, allí abajo, es más corta. Puede ser por un derrumbe, una explosión de la dinamita traicionera, o por las jornadas agotadoras. Por protección, le rezan a Dios en la puerta, y tributan al Tío - el dios de la mina - para calmar su sed de sangre. Sabino Paucara Choque, es el retrato fiel de la vida en las profundidades. Allí, casi a 5'000 metros de altura, donde la plata muerde la piedra, él va dejando hilo a hilo su vida.

El oxígeno se pone huraño a 300 metros de profundidad. El calor del interior de la mina araña los socavones. Sabino Paucara Choque camina sobre los charcos de agua que corren entre sus botas de plástico hasta que sus pulmones denuncian con un áspero carraspeo que algo anda mal. Delante del casco lleva una lámpara de carburo, cuya llama empieza a parpadear hasta apagarse. Oscuridad total. Sabino respira suavemente, se queda pensativo. El repentino apagón de su linterna advierte la escasez de oxígeno y la presencia de algún gas tóxico. Sabino sabe que lo mejor es quedarse donde está, esperando que sus compañeros se percaten de su ausencia y lo rescaten. No tiene miedo. Esos apagones son muy comunes en las minas de Potosí, y Sabino ya ha sobrevivido a bastantes desastres. Claro, nunca sabe si éste será el último.

En el siglo XVI, la Villa Imperial de Potosí era una de las ciudades más ricas del mundo, con una población comparable a la de Londres o París. El descubrimiento de las vetas de plata en el Cerro Rico - llamado originalmente Sumaj Orko - se le atribuye a un pastor quechua en 1545. Cuentan que el hombre se perdió en el cerro mientras regresaba a su comunidad guiando su rebaño de llamas. Llegó la noche y encendió una fogata para resguardarse del frío. Al alba, el campesino encontró cerca de él unos hilos de plata que brillaban en el suelo, producidos por el calor del fuego. Era plata, y tan abundante que despertó la codicia del Conquistador. Así, legiones de indígenas murieron en la mina por culpa de la mita, un sistema de servicio obligatorio que debían cumplir todos los jóvenes indígenas en los socavones y que llevaba a la muerte.

Por Potosí parece no haber pasado el tiempo. La ciudad, un frío plano inclinado con el Cerro Rico de fondo, conserva sus callejuelas ajustadas, sus iglesias y los balcones coloniales. A pesar de que los yacimientos de plata están casi agotados, sigue extrayéndose zinc y plata - en menor cantidad – de sus más de 3'000 galerías. La necesidad obliga a trabajar desde los nueve años. Como toda la región se mostró rica en minerales, más lejos o más cerca se fueron descubriendo los distintos yacimientos, cada uno con características diferentes.

Eso sí, cada cerro es propiedad del Tío de la Mina, una deidad relacionada con el demonio, de temperamento celoso y cruel, dueño de las vidas de aquellos que osan penetrar en sus dominios.

El ferrocarril anuncia con un silbato su llegada al pueblo de Atocha en la fría madrugada potosina, una de esas que congelan las cañerías y obligan en invierno a esperar hasta las 10:00 de la mañana para recién ver correr el agua. Ahora medio abandonado, otrora era uno de los centros mineros más importantes de Bolivia. Desde allí, los grandes almacenes suministraban a los trabajadores lo necesario para llevar hasta sus campamentos.

Sabino Paucara Choque espera una camioneta que lo lleve hasta Chorolque, su campamento. Es domingo y lo aprovecha para aprovisionarse en Atocha de algunos comestibles. Compra una bolsa de plástico verde, rellena de coca. Ni bien la tiene en las manos, saca unas cuantas hojas y acullica: las pone a un lado en la boca, junto a la parte posterior de los dientes, para succionar poco a poco el amargo jugo. La hoja sagrada lo librará del hambre, la sed y la fatiga, imperdonables dentro de los socavones.

“¿Va a Chorolque? ¡Huy!” - se burla la vendedora.

“Ahí dicen que no hay ni perros ni gallinas y que para que las guaguas nazcan hay que bajar hasta aquí”.

La hostilidad del clima que acosa a este cerro lo llena de leyendas. No es para menos. Sus 5'600 metros de altura se pueden ver desde Atocha: un gigante glaciar que se ríe del sol.

La camioneta ya está en su parada. Agolpado junto a decenas de compañeros, viaja Sabino. La conversación es amistosa, con bocas verdosas de coca que bromean de mujeres y alcohol. Ninguno le presta atención al enorme cementerio que está en las afueras de Atocha y que guarda los cuerpos de muchos de sus compañeros. En Chorolque hay una gran cantidad de viudas, sus maridos - dicen ellas - fueron “comidos” por la mina.

Entrar a Chorolque no es sencillo. La vida de los mineros pasa del frío de la nieve al calor de los socavones. Y no son pocos. A la cooperativa están afiliados 1'100 socios que, junto a sus familias, llegan a 5'000 almas trepadas en el campamento. Las 10:00 de la mañana sorprende con frío a los recién llegados. A pesar del cielo despejado, el sol, que en vano desplegado da su fuerza, se limita a iluminar el paisaje gris mientras los dedos de manos y pies insisten en estar congelados. Como máximo se podrá disfrutar de una temperatura de entre 10 y 15 grados centígrados bajo cero. En ninguna época del año el sol logra convencer al hielo que rodea perenne a la zona. El campamento está ubicado a 4'800 metros de altura. Fue fundado el 22 de octubre de 1986, cuando el estado boliviano relocalizó a miles de mineros. Muchos se fueron a buscar otros rumbos en el campo o en el cultivo de coca. Otros regresaron, y al ver que su vida latía nomás en las minas, formaron cooperativas independientes.

Un par de resbalones en el hielo distraen las cavilaciones de Sabino. Sabe que la minería tiene el segundo lugar en exportaciones, que las cooperativas trabajan sin ayuda del Tesoro de la Nación y que en la tercera reunión extraordinaria de su cooperativa decidieron contratar a un gerente administrativo, después de una década de dejarse guiar por su experiencia. Claro, el trabajo de Sabino dista mucho de la comodidad de una oficina. Él debe penetrar las entrañas de la tierra.
Sabino pasa por la bodega donde los cooperativistas dejan cerca de 200 toneladas de estaño al mes. En época de fiesta, como Carnaval, hay mucha más producción, pues la ganancia de cada minero responde a la misteriosa ecuación entre el esfuerzo y la suerte.

Los 57 años de don Juan Flores Figueroa atienden desde ventanillas. El hombre no trabaja en la extracción por un impedimento físico, pero eso no lo hace inútil. Al contrario, es el responsable del mantenimiento y la entrega de las 300 lámparas y sus cargadores. “El control del narcotráfico nos perjudica, pues no dejan entrar ácidos, indispensables para las lámparas, que cargan por unas 16 horas y que máximo duran ocho”, dice mientras espera a los mineros. En el campamento hay gran movimiento.

Las mujeres reciben a los recién llegados de la ciudad y los alistan para viajar hasta las alturas. Un destartalado bus parte rumbo a una de las tres bocaminas. El coche pertenece a la cooperativa, y si uno de los socios tiene la suerte de encontrarlo, se ahorra un par de horas de caminata. Normalmente, Sabino debería estar vaciando carga a esas horas en la bocamina Chimborazo. Pero ahora recién ingresa con el equipo de seguridad. Dentro de las galerías hay oxígeno y extinguidores. Todo lo necesario para poder trabajar.

“No confíe en la suerte, confíe en la inteligencia”, reza el letrero del ingreso. Dentro, la seguridad es una premisa. Los tubos distribuyen el oxígeno, las botas de goma protegen del agua y el casco cuida de los golpes. La “caída de tojo”, cuando una roca pega en la cabeza, es el accidente más común.

Muy cerca del ingreso, el Tío ocupa el sitial de honor. Esta imagen del diablo, hecha de barro, porta un trinche y está envuelta en serpentina y coca. Banderines y globos adornan su pollerín y su capa. Se trata del dueño y señor de las profundidades. Si afuera de la bocamina se reza el padrenuestro y se dedican plegarias a Dios, la historia bajo tierra es muy distinta. Por eso Sabino, frente al altar del Tío, deja hojas de coca, le ofrece alcohol y comparte su tabaco. “Si uno trata bien al Tío, él no nos va a hacer daño, no se va a vengar. Él nos protege de los accidentes y de los derrumbes en la mina. Por eso se lo festeja cada martes y viernes con coquita y alcohol.” Pero el mayor sacrificio se hace durante el mes de Carnaval, en que se entierra cerca de la imagen un corazón de llama. Sangre de animal para que el Tío no se sienta tentado por la sangre humana.

Dentro de la mina, las temperaturas empiezan a crecer. Los dedos comienzan a reaccionar. El aire se hace espeso. Sabino entra aprovisionado con coca, alcohol y sus herramientas - lámpara, pico, dinamita, casco y botas - para recorrer los distintos niveles. El se dedica a la perforación de galerías, una de las tareas más difíciles, pues trabaja a cientos de metros de la entrada, teniendo que bajar hasta las profundidades por rústicas escaleras de madera. Entra a las minas desde que tiene 14 años. Sus pulmones se han visto afectados por el trabajo. “Aquí la vida es ingrata, porque cuando sales, apenas puedes ver a tu mujer y a tus hijos. La silicosis hace que el polvo se quede en los pulmones y te los destrocen. Poco vivimos. Yo tengo que trabajar a veces 24 horas seguidas para recolectar la mayor cantidad de mineral, pero estoy orgulloso.” A veces, lo que consigue sacar es de baja ley; a veces tiene suerte y descubre buen mineral; a veces, las vetas se desvanecen.

Para la perforación, Sabino usa dinamita. Debe escapar ni bien enciende las mechas y contar la cantidad de explosiones, pues si escucha un menor número de impactos que de cartuchos instalados, puede que alguno no haya hecho contacto, pero puede estallar en cualquier momento. Estar cerca, en ese caso, significaría la muerte.

Después de varias horas, Sabino está abriendo una nueva galería. La lámpara se le apaga. No se asusta, pero no avanza. Es muy fácil perderse en esos oscuros intestinos de roca. Por suerte, sus compañeros están cerca y escuchan su llamado. La extracción en ese lugar debe esperar hasta que se mejore la ventilación. Sabino debe salir. Afuera le espera Albino García, uno de los dirigentes de la mina que pasó por todos los trabajos: desde el pico hasta las oficinas y el manejo del dinero. Allí todos son iguales y el cargo trae más obligaciones que beneficios. Juntos plantean explotar una veta cercana, que saben tiene buen nivel de minerales, pero aún no han logrado reunir el dinero para la inversión.

Las mujeres de los mineros son palliris - encargadas de la selección del mineral – o forman parte de una microempresa que hace tejidos. Chorolque tiene un de los índices de pobreza más elevados de Bolivia. Es además una mina donde la muerte y la violencia son una constante. Los niños estudian en el Núcleo Escolar Chorolque Víctor Calvimontes. Son 830 alumnos en primaria, 350 en secundaria, 80 hombres adultos y 25 palliris que asisten a los cursos de alfabetización. Álvaro Angola, de 27años, es el profesor. Está rodeado de niños introvertidos, a los que “cuesta sacarles palabras, a causa del clima”. Eso no quiere decir que falte energía o diversión. El centro de la comunidad es la cancha deportiva. “No hay mejores jugadores que los de Chorolque, es fútbol de altura”, repite Sabino sonriente, pues no hay copa en la región que no hayan ganado. La sala de trofeos no da abasto.

Un silbato anuncia las 17:00, hora de descansar. El frío castiga los huesos de Sabino, pero podría ser peor. Ese mismo silbato - con un sonido continuo y sostenido - avisa de los accidentes. Ellos siempre están atentos a escucharlo. Porque si hay algo a lo que los chorolqueños se han acostumbrado, es a la muerte.


Miguel Angel Vargas Saldías, Alma™ Magazine, Noviembre 2006






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última actualización 2022-05-20